jueves, 15 de septiembre de 2016

¡¡ Bienvenidos, alumnos de 2º ESO B y D !!


   Después de un merecido descanso con las vacaciones estivales, arrancamos este nuevo curso 2016/2017 con novedades. 
   Este blog será para vosotros, y aunque ahora lo veis vacío, lo iré llenando de "pócimas" interesantes para aprender, y por qué no, para entretener...¡¡que esa es la idea !!
   Os iré explicando el funcionamiento del blog poco a poco, pero para ir abriendo boca, os adjunto este artículo del escritor y periodista español Arturo Pérez Reverte. Dicho artículo pertenece a la columna que, hace ya muchos años, viene escribiendo en la revista XLSemanal, llamada, Patente de Corso.
   Es un artículo nostálgico, que habla de infancia, colegio, libros y recuerdos. 
   ¿Qué mejor forma de estrenar con vosotros este blog que leyéndolo juntos?
  Después, tal vez, incluiremos una tarea que os explicaré para empezar a sentirnos en clase de lengua...¡¡ como en casa!!


Un día de felicidad

Les habrá ocurrido muchas veces. En ocasiones, una simple palabra, un aroma, una imagen, desencadenan una sucesión de recuerdos gratos o ingratos. En este caso fueron gratos. Me ocurrió ayer mismo, cuando un amigo dijo que tenía a su hijo de nueve años en la cama, en pijama y sin ir al colegio, porque estaba resfriado. Con un catarro. Y el comentario me salió de forma automática: «Un día de felicidad», dije. Luego, tras un instante, caí en la cuenta de que no para todos es así. Que para muchos no lo fue nunca. Pero mi primera asociación de recuerdos, la imagen que conservo, las sensaciones, responden a eso. Yo fui un niño afortunado, y aquéllas fueron horas dichosas. También fui un adulto afortunado, supongo. Más tarde, la vida iba a darme momentos formidables, buenos recuerdos que conservo junto a los malos y los atroces. Que de todo hubo, con el tiempo. Pero nada es comparable con aquello otro. Un día en casa, griposillo, acatarrado, con nueve años y en pijama, era -lo sigue siendo en mi memoria- lo más parecido a la felicidad.
Estabas resfriado, tenías fiebre. Décimas. Una mano entrañable se posaba en tu frente y escuchabas las palabras mágicas: «Hoy no vas al colegio». Tu hermano, vestido, repeinado y con la corbata puesta -aquellas odiosas corbatas con el nudo hecho y un elástico en torno al cuello-, te miraba con envidia mientras cogía la cartera y se iba camino del colegio. No podías levantarte, ni salir a la calle, ni corretear jugando por casa. Pero en tu cuarto, junto a la cama, había un armario lleno hasta arriba de libros, pues el día de la primera comunión tu madre había pedido a los amigos y la familia que no te regalasen más que eso: libros. 
De ese modo, entre los ocho y los nueve años habías reunido ya una primera y aceptable biblioteca propia: Quintin Durward, Ivanhoe, El talismán, Un capitán de quince años, Robinson Crusoe, Dick Turpin, Canción de Navidad, Los apuros de Guillermo, Con el corazón y la espada, Cuentos de hadas escandinavos, Hombrecitos, La isla del tesoro, Moby Dick, Cinco semanas en globo, Corazón, La vuelta al mundo de dos pilletes... Había medio centenar, sobre todo de aquellas estupendas Colección Historias y Cadete Juvenil, y a eso había que añadir los tebeos que cada domingo comprabas con tu pequeña asignación semanal: historietas de personajes que todavía hoy, cuando los encuentras por ahí, regalas a tu compadre Javier Marías, que compartió los mismos territorios: Dumbo, TBO, Hazañas Bélicas, El Jabato, El capitán Trueno, Pumby, Hopalong Cassidy, El Llanero Solitario, Gene Autry, Roy Rogers, Red Ryder, Supermán... De tanto leerlos tú y tus amigos se rompían, así que tus padres los hacían encuadernar en gruesos volúmenes, para que durasen más. Y toda aquella deliciosa biblioteca, esos libros y tebeos que eran puertas a mundos maravillosos, a viajes, aventuras y sueños, te rodeaban en la cama, hasta el punto de que recuerdas perfectamente tus piernecillas aprisionadas por la presión que todos esos libros, a uno y otro lado, ejercían sobre la colcha.
Era la felicidad, como digo. Páginas y páginas. Un termómetro bajo la axila, que se caía al hojear los libros. La llegada del médico: un señor mayor que olía a tabaco y siempre llevaba un cigarrillo encendido entre los dedos, y que miraba tu garganta metiéndote en la boca el mango de una cuchara. Luego llegaba el practicante, que hervía la jeringuilla en un fascinante infiernillo de alcohol, hecho con el propio estuche, y te hacía ponerte boca abajo entre los tebeos y libros, apretando los dientes para aguardar el pinchazo mientras te bajaban el pantalón del pijama. Y el pan tostado y el caldo humeante, la carne a la plancha que te subían para comer; y el sabor fuerte azucarado, a fresa excesiva, del jarabe para la tos que debías tomar después, con cuchara sopera, antes de que todos se fueran, al fin, y tú pudieras volver a navegar con el capitán Blood a bordo del Arabella, a la melena rubia de Sigrid, reina de Thule, a Batanero, a Phileas Fogg, al primo Narciso Bello, al arpón de Ned Land, a Batman, a la familia Ulises, al Corsario negro, al caballo de Troya, a la estocada de Nevers, a Carpanta, al casco de acero con la palabra Press de Donald, reportero de guerra, a los tres mosqueteros y dArtagnan, todos para uno y uno para todos, cabalgando camino de Calais tras los herretes de la reina, y a tus propias lágrimas oyendo decir a Porthos «Es demasiado peso» en la gruta de Locmaría. A los mejores y más leales amigos que tuviste nunca. Al mundo fascinante que te acompañaba entonces y que, más de medio siglo después, por la magia de una simple frase escuchada al azar, te acompaña todavía.    

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